Andrés Altavilla y Carlota Ochoa se conocieron desde cuando estudiaban en la escuela primaria, y siempre fueron muy buenos amigos. Solían jugar juntos y con otros niños de su edad, “Al escondido”; a “La gallina ciega”; “Tun tun de la calavera”; “La lleva”; “La vaca loca” etc. etc.; e iban en las tardes soleadas a jugar deslizándose en bateas por la colina de la casa de Misiá Baltasara; o a elevar cometa a campo raso; o a jugar bolas en las explanadas aledañas a sus respectivas casas. Esa era la vida placenteramente sencilla de Los Almendros ese su valluno pueblo natal en donde todo era armonía y confraternidad.
Así pasaron esos bellos años de la niñez, y al llegar a la adolescencia aunque un poco más lejanos continuaron su amistad. Mas un buen día en el que asistieron juntos a la celebración del cumpleaños de una de las amigas de su grupo, al encontrarse uno en brazos del otro durante una danza muy romántica al son del bello bolero “Con tres palabras” (de la autoría del famoso compositor cubano Osvaldo Farrés) que decía así: Oye la confesión/ de mi secretos./ Nace de un corazón/ que está desierto. […] Con tres palabras / solamente mis angustias / y esas palabras son: / cómo me gustas… , se dieron cuenta de que sus corazones vibraban al unísono, bajo una sensación nunca antes experimentada y ella, como suele decirse, sintió “maripositas” en su vientre de mujer.
Entonces se encendió en sus corazones un amor profundo y apasionado, que los encadenó para siempre pese a las crueles circunstancias por las que la vida los llevó a través de los años.
Cuando Andrés Altavilla fue llamado a prestar servicio militar obligatorio, y fue a despedirse de su amada Carlota a quien habia jurado amor eterno, ésta pensó con un raro presentimiento que esta sería la última vez que estarían juntos…
A los pocos días de haber llegado Andrés a su respectivo campamento, le escribió una amorosa carta cuyo remite rezaba así: Andrés Altavilla. Batallón de Artillería No. 3, Palacé. Buga Valle. Inmediatamente Carlota le contestó con una carta muy efusiva aunque un tanto doliente por la separación, reafirmándole su amor eterno.
Unos meses más adelante, llegó a vivir a Los Almendros, Francisco Altamirano, un hombre alto, erguido, de tez trigueña, ojos penetrantes y una actitud aplomada y serena, quien ya frisaba en los cincuenta años. Había comenzado a estudiar medicina en la capital del país; mas cuando estaba casi para terminar su carrera, estalló la guerra y él temeroso de que de pronto (como solía acontecer) lo fueran a reclutar en las filas del ejército, salió huyendo hasta llegar a su nativa ciudad de Cartago en el Valle del Cauca. Allí se estableció y un poco después de aprender el arte de la sastrería, fundó un taller y con este recurso comenzó su vida como persona muy independiente. Allí contrajo matrimonio con Ofelia Rincón con quien procreó siete hijos: dos mujeres y cinco varones. Años más tarde Doña Ofelia falleció a causa de una trombosis y él continuó solo criando a sus hijos. Más adelante contrajo nupcias nuevamente con Zoraida Buendía, mas no tuvieron descendencia porque ella había sobrepasado ya su etapa de fertilidad. Al poco tiempo ella falleció, y él de nuevo quedó viudo.
Bajo estas circunstancias, y quizás con el propósito de cambiar de vida, fue como Francisco llegó a establecerse allí en ese bellísimo pueblo de Los Almendros famoso ya por la belleza, talento, y don de gentes de sus hembras, donde prontamente por su caballerosidad e intelecto, fue llamado con gran respeto “El maestro Altamirano”.
Miguel Ángel Ochoa el padre de Carlota, quien pertenecía a una de las familias más respetables del pueblo y quien era dueño de una amplia tienda de misceláneas y abarrotes localizada cerca a la plaza principal, pronto trabó amistad con Francisco quien a
su vez se había convertido en un sastre muy famoso ya que confeccionaba no solamente pantalones y sacos, sino también smokings y prendas de vestir muy finas y elegantes.
Fue así como a través de esa amistad, Francisco conoció a Carlota de quien quedó prendado desde el primer momento. Ella, enamoradísima como se encontraba de su Andrés, respondía a los requerimientos de aquel con una indiferencia tal, que generó en su orgullo personal un verdadero reto. Con el ánimo de ganarse su afecto, a menudo le enviaba flores y notas expresándole sus sentimientos, mas todo parecía en vano.
Considerándolo para su hija un “partido maravilloso”-como solía decirse-, pronto los padres de Carlota empezaron a tallar abiertamente con el fin de obtener el resultado deseado: que Carlota se enamorara de Don Francisco como ellos lo llamaban con gran respeto. La situación continuó así hasta cuando los afanados padres resolvieron hablarle a su hija abierta y llanamente diciéndole que “ese papanatas, pobretón y pelagatos” de Andrés, no tenía nada bueno que ofrecerle más que una vida da pobreza y de necesidades, y que en cambio “el maestro” , ya poseía un nombre y una posición económica muy atrayentes.
Tánto persistieron en su empeño los padres como el interesado, que un buen día cuando Francisco fue invitado por aquellos a su casa para celebrar la Pascua Florida y se sentó contigüo a la muchacha, ésta optó (quizás para calmarlo) por una actitud un tanto aceptable hacia él. Así comenzó entre ellos una amistad más cercana y Francisco entonces empezó a visitarla con alguna frecuencia, hasta un buen día en que abiertamente le confesó sus intenciones de matrimonio con ella.
De esta manera Carlota comenzó a interesarse por “El maestro Altamirano”, y fue asi como poco a poco dejó de comunicarse con su amado Andrés, aunque a menudo en su fuero interno se preguntaba un tanto angustiada si era amor verdadero lo que sentía por Francisco, o simplemente deslumbramiento, o qué. Tomando ventaja de esta situación como una oportunidad para acelerar el matrimonio de su hija, Don Miguel Ángel y Doña Virginia los padres de Carlota empezaron a planear la boda. Sin perder tiempo y de acuerdo con los novios, pusieron una fecha e inmediatamente se comunicaron con el sacerdote que los casaría, y mandaron a confeccionar un bellísimo traje color perla con adornos de pedrería, para lo que ellos consideraban el día más glorioso de la vida de su hija. Y aún ¿por qué no decirlo? También para ellos…
Después de la boda, los recién casados viajaron a Murcia en la costa sur de España para celebrar su luna de miel. Como es de suponer, la noticia le cayó a Andrés Altamirano como un cubo de agua helada. A tal punto que tras de obtener un permiso de parte de sus superiores, viajó inmediatamente a Los Almendros para corroborar por sus propios ojos la fatal noticia. Le era imposible creer que su amada Carlota, el amor de su vida, lo hubiese cambiado por ese “viejo con plata” como optó por llamarlo despectivamente.
Así, con inmenso desconsuelo la vio un domingo del brazo de su marido cuando atravesaban la plaza del pueblo en camino hacia el templo para escuchar la santa misa. Y aunque se dice que los hombres no lloran, él lloró amargamente allí bajo el sauce de la plaza. Pues lo agobiaba la desazón de saber que ella lo había reemplazado por otro.
Pronto y como era de esperarse, Carlota dio a luz a su primer hijo a quien bautizó con el nombre de Ramiro. Luego tuvo otros cuatro hijos y como una mujer criada bajo los más limpios cánones de honestidad, respetó a su esposo a través de los años, durante los cuales rehusó volver a comunicarse con Andrés.
Como la salud de Francisco empezara a deteriorarse a causa de problemas cardiacos, fue llevado a Bogotá, en donde eminentes médicos lo sometieron a una delicada intervención quirúrgica a la que no sobrevivió, porque a los pocos días murió durante el sueño.
Fue bastante fuerte y demandante para Carlota, el tener que acabar de levantar a sus hijos y darles una buena educación, mas lo consiguió y con bastante éxito ya que todos se hicieron profesionales. Más adelante y después de formar sus hogares, algunos de ellos como Alejandra y Ramiro, se radicaron en New York, adonde Carlota solía ir a visitarlos por temporadas.
Un buen día, Andrés quien había permanecido soltero sin haber logrado olvidar a su adorada Carlota, la llamó por teléfono a New York donde ella se encontraba, y así con gran regocijo reanudaron su viejo amor; y él aunque con cierta aprensión y timidez, empezó a visitarla regularmente. Los hijos de ella le reconocían la paciente reciedumbre y amor inquebrantable hacia su madre, y lo apreciaban mucho; a su vez se sentían agradecidos hacia su madre y también la admiraban por la honestidad con la que había llevado su matrimonio respetando a su padre. Entonces y en consideración a sus circunstancias presentes, le hicieron ver que ella estaba en pleno derecho de rehacer su vida volviendo por el sendero de ese amor interrumpido por tántos años, y le aconsejaron que si era su deseo y lo consideraba bien, contrajera matrimonio con Andrés, pues lo que realmente les importaba era saberla feliz.
Asi pues en un primaveral día abrileño Carlota y Andrés finalmente unieron sus vidas con el sagrado vínculo del matrimonio, y Ramiro su hijo mayor la escoltó hacia el altar. La más grande e inolvidable sorpresa para Carlota fue cuando en la fiesta de celebración Andrés la sacó a danzar la primera pieza y el bolero que escuchó, con una emoción al borde de las lágrimas de felicidad fue “Con tres palabras”…
En ese momento se abrazaron y se besaron emocionadamente corroborando de esta manera que el verdadero amor sobrepasa los años y los escollos, como lo fue: su Amor Inolvidable…